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Mandalos a volar y diles que yo no fui

19/11/2021 Client: muhammad11 Deadline: 2 Day

Pedro Páramo Juan Rulfo

El mexicano Juan Rulfo (1918-1986) figura, a pesar de la brevedad de su obra, entre los grandes renovadores de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. De formación autodidacta, trabajó como guionista para el cine y la televisión. Con sólo dos obras de ficción publicadas -el libro de relatos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo-, ha ejercido una decisiva influencia en la literatura en castellano del último medio siglo. En 1983 recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Pedro Páramo se publicó en 1955, dos años después de los relatos de El llano

en llamas. En el arranque de la novela, Juan Preciado promete a su madre en el lecho de muerte ir en busca de su padre, Pedro Páramo, un pequeño cacique pueblerino a quien no conoce. «El olvido en que nos tuvo cóbraselo caro» le dice ella, y Juan parte hacia Comala, un pueblo mítico que es el verdadero protagonista de estas páginas. Allí, envuelto en una tierra vieja que está sobre las brasas de la tierra, «en la mera boca del infierno», se encontrará con las voces de la memoria de personajes de ensueño, que irán tejiendo una historia de deseos y pasado, de muertos y visiones irreales, que abarca desde mediados del XIX a las revueltas cristeras de comienzos del XX. Anclada en terreno firme, la novela se dispara en múltiples direcciones

rompiendo el tiempo, confundiendo realidad y alucinación, fundiendo violencia y lirismo con sus conversaciones entrecortadas. Entre espectros, la desolación de Comala hace realidad ese «valle de lágrimas» que compone la geografía universal del dolor, llena de ecos, violencia y aire envenenado. En su laconismo, Pedro Páramo supone un impresionante ejemplo de condensación narrativa. Rulfo vio la necesidad de que el autor desapareciera y dejara hablar a sus personajes libremente, mediante una estructura «construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas», cediendo el turno al lector para que llene esos vacíos. Afín al realismo mágico, el ambiente de esta historia se tiñe de soledad, fatalismo y mitología.

Juan Rulfo Pedro Páramo

Prólogo de Jorge Volpi

Prólogo Jorge Volpi

Si el hombre es polvo Esos que andan por el llano Son hombres.

OCTAVIO PAZ

Tantas veces se ha repetido que Pedro Páramo es la mejor novela mexicana del siglo xx que con ello se olvida que es, simplemente, una de las mejores novelas del siglo pasado. Diversos mitos han dificultado un reconocimiento aún mayor de su importancia: en primer lugar, ha tenido que lidiar con la fama de ser la novela mexicana «por excelencia», dejando a un lado su modernidad y su vigor universal; en segundo, ha debido soportar el desprecio de algunos críticos -incluido un célebre jurado del premio Nobel- ante su escaso centenar y medio de páginas, cuando en ellas se cifra un universo literario completo. Por si no fuera suficiente, las lecturas meramente antropológicas o realistas de su estilo han ocultado la extraordinaria invención lingüística que su autor logró en ella, e incluso su rápida celebridad ha tenido que eludir los rumores malediciente, sobre todo en el medio mexicano, que despreciaron el talento de Rulo aduciendo que él nunca imaginó el resultado final del libro, reconstruido por las manos de amigos, consejeros y correctores que todavía hoy se disputan su paternidad. Son tan numerosos los lugares comunes que la crítica ha esparcido, que resulta casi imposible desprenderse de ellos. Aun así, quizás convenga eludir por un momento el caudal de tesis, artículos, reseñas y notas escritas en torno a él para recuperar el asombro que produjo tras su aparición en 1955 y que se repite cada vez que un lector desprejuiciado se adentra en sus páginas. Si el título original escogido por Rufo para esta obra era Los murmullos -más sobrio pero menos contundente que Pedro Páramo-, es necesario evitar que esos murmullos asesinen también a quien inicia el viaje hacia ese limbo que es Comala.

La célebre línea con que inicia la novela -«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo»-- posee la fuerza profética de las obras maestras. En efecto, Juan Preciado, el narrador de la novela, no dice « fui», sino «vine»: se dirige a nosotros desde las profundidades de Comala. Todas las palabras que estamos a punto de escuchar, más que de leer, provienen, pues, de los labios de un muerto. A Juan Preciado le parece que las voces de los difuntos que va encontrando a su paso son como rumores y murmullos, pero cuando él nos los comunica ya ha pasado a formar parte de la nómina de fantasmas que lo rodean. Empeñado en rastrear la verdad, Juan Preciado pagará su osadía con su única herencia, la vida. Justo a la mitad de la novela, tras haber conocido a Doloritas, la vieja amiga de su madre, y haber empezado a escuchar las voces de los antiguos habitantes del

pueblo, Juan aceptará su nueva condición: «Es cierto, Dorotea -confesará-, me mataron los murmullos».

Al caer en la cuenta de esta verdad de ultratumba, es como si una repentina amenaza cayera sobre nosotros: al igual que Juan Preciado, de pronto comenzamos a escuchar voces, lamentos, fragmentos de canciones -«Mi novia me dio un pañuelo, con orillas de llorar»-, ecos de batallas y amoríos, mensajes y advertencias que surgen de la nada, aturdiendo nuestros oídos y señalándonos la proximidad de nuestra propia extinción. Como nuestro guía, nosotros también empezamos a creer que las almas de los difuntos están ahí, a nuestro lado, hablando con nosotros. De este modo, con su sacrificio, el hijo de Doloritas y Pedro Páramo nos abre las puertas de Comala para que podamos atisbar, durante unos minutos, esa vasta e incognoscible porción de la tierra a medio camino entre la vida y la muerte. Sólo entonces, cuando ya nos hemos integrado con Juan Preciado en los confines de la muerte, podemos presenciar la historia de su padre, el cacique Pedro Páramo, sus excentricidades y muestras de genio, su íntima tortura y su desprecio por los otros, así como su rabiosa tristeza ocasionada por la prematura muerte de su hijo Miguel y, sobre todo, por el deceso de la única mujer que amó verdaderamente, Susana San Juan, una especie de loca o visionaria, de esas inocentes portadoras de la desgracia cuya estirpe se remonta a Helena y que atraviesa toda la historia de la literatura hasta llegar a los personajes dementes y luminosos de Faulkner. Y, con ella, aparecerá toda la nómina de personajes rulfianos -tan reales y misteriosos como sus nombres-, dispuestos a conducirnos por su infausto cautiverio.

Porque Comala, a diferencia de lo que muchos afirman, nada tiene que ver con la Comala real -un pueblecito de casas blanquísimas en el estado de Colima-, pero tampoco con el infierno. La Comala de Rufo -él dice haber elegido el nombre por la referencia al «comal» en el que se calientan las tortillas y, por tanto, a su cercanía al fuego- no es una metáfora del inframundo o del Hades; se trata, por el contrario, de algo peor: un sitio intermedio, una orilla, una especie de trampa en la que algunas almas continúan penando, incapaces de encontrar consuelo o, de menos, la certidumbre del castigo eterno. Como su cacique, Comala es un terreno baldío -no está de más señalar que la primera traducción de The Waste Land de Eliot publicada en México, y que Rulfo seguramente leyó, se titulaba justamente El Páramo-, una zona en la que ya nada puede crecer, en la cual los vivos tampoco son admitidos (de ahí la necesaria muerte de Juan Preciado), y de la cual tampoco es posible escapar.

En realidad, en Comala no hay nadie, como se repite mucha.; veces a lo largo de la novela, sólo fragmentos de seres vivos, lamentos y aullidos, retazos y piezas sueltas de sus antiguos moradores: de ahí que la poética elegida por Rufo para describirla sea la de la precariedad. No sólo el estilo trata de acercarse una y otra vez al silencio, no sólo las frases cortas y desnudas son de un arcaísmo que nos remonta a los orígenes y, por tanto, a la nada, sino que incluso el tiempo dislocado y la brevedad de los parágrafos son otras tantas metáforas de la dolorosa cortedad de la vida y de la permanente amenaza del fin. Al leer Pedro Páramo por primera vez, es como si un vendaval -el viento de la muerte- hubiese arrancado páginas y episodios a un libro mucho mayor: para recuperar el sentido de la historia, el lector debe realizar un ingente esfuerzo para recolocar las partes, para rearmar las historias particulares, para completar las vidas truncas de todos esos muertos. Igual que Juan Preciado, al reconstruir Comala y sus abismos, el lector les infunde nueva vida por un momento; así se torna capaz de dialogar con calaveras y huesos, de volver a escuchar sus palabras, de tener la momentánea ilusión de que la muerte puede ser vencida o, al menos, detenida. Por desgracia, al final no obtendremos más que la confirmación del ciclo: una vez rota la ilusión, terminamos por enterarnos una vez más de la muerte de Pedro Páramo o, todavía peor, volveremos a matarlo con nuestra lectura, con nuestros inútiles balbuceos, con nuestros murmullos. La coincidencia con Muerte sin fin, de José Gorostiza, acaso el mayor poema largo del siglo XY mexicano, no hace sino confirmar la profundidad

de esta convicción y este desánimo. Al final, incluso el invencible cacique, dominado por el rencor y la tristeza, no puede evitar desmoronarse «como si fuera un montón de piedras».

Aunque la obsesión mexicana por la muerte -su necesaria burla ante esta convicción inevitable- permea cada página de Pedro Páramo, lo cierto es que la historia que se cuenta podía haber ocurrido en cualquier otro lugar. A pesar de la fidelidad de Rufo al lenguaje de los Altos de Jalisco, o a la recreación de la historia completa de un pueblo mexicano durante la época revolucionaria, Comala podría estar en cualquier parte justamente porque no está en ninguna. Su aridez y su soledad son universales. Desde luego, nadie más que un mexicano podría haberla escrito -nadie más que Juan Rulfo-, pero su mexicanidad no radica en el folklore ni en el lenguaje, sino en su doble pertenencia a una doble tradición, local y universal, al mismo tiempo. Pedro Páramo es una respuesta evidente y aún más: una liquidación y una puerta abierta- a la novela de la Revolución mexicana, de Azuela a Guzmán, y a la novela cristera, pero también representa un diálogo igualmente fructífero con Kafka, Hamsun o Faulkner. Y, por encima de ello, la propia novela no se plantea esta cuestión: todo aquel que se atreve a leerla, como todo aquel que decide adentrarse en Comala, no sale indemne de la experiencia. Tras haberla leído, tras haberla escuchado, ahora nosotros también estamos contaminados con la muerte y ello, acaso, nos otorga una nueva vida.

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Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho: -No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca

me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. -Así lo haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de

sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por

el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube;

para el que viene, baja». -¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? -Comala, señor. -¿Está seguro de que ya es Comala? -Seguro, señor. -¿Y por qué se ve esto tan triste? -Son los tiempos, señor. Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre

retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.

-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban. -Voy a ver a mi padre -contesté. -¡Ah! -dijo él. Y volvimos al silencio. Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos

reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto. -Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá

contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.

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Luego añadió: -Sea usted quien sea, se alegrará de verlo. En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en

vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber? -No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo. -¡Ah!, vaya. -Sí, así me dijeron que se llamaba. Oí otra vez el «¡ah!» del arriero. Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me

estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre. -¿Adónde va usted? -le pregunté. -Voy para abajo, señor. -¿Conoce un lugar llamado Comala? -Para allá mismo voy. Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse

cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.

-Yo también soy hijo de Pedro Páramo-me dijo. Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar. Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire

caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.

-Hace calor aquí -dije. -Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando

lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.

-¿Conoce usted a Pedro Páramo? -le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza. -¿Quién es? -volví a preguntar. -Un rencor vivo -me contestó él. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más

adelante de nosotros, encarrerados por la bajada. Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el

corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas; hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón.

Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.

-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose-: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de

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aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?

-No me acuerdo. -¡Váyase mucho al carajo! -¿Qué dice usted? -Que ya estamos llegando, señor. -Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí? -Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros. -No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado.

Parece que no lo habitara nadie. -No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. -¿Y Pedro Páramo? -Pedro Páramo murió hace muchos años. Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con

sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto

también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.

Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted.»

Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.

-¡Buenas noches! -me dijo. La seguí con la mirada. Le grité. -¿Dónde vive doña Eduviges? Y ella señaló con el dedo: -Allá. La casa que está junto al puente. Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y

una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.

Había oscurecido. Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni

tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.

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De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre... la viva.

Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe».

Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:

-Pase usted. Y entré. Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía

antes de despedirse: -Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted

quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente.

Y me quedé. A eso venía. -¿Dónde podré encontrar alojamiento? -le pregunté ya casi a gritos. -Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte. -¿Y cómo se llama usted? -Abundio -me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido. -Soy Eduviges Dyada. Pase usted. Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo,

haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados. Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.

-¿Qué es lo que hay aquí? -pregunté. -Tiliches -me dijo ella-.Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus

muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿De modo que usted es hijo de ella?

-¿De quién? -respondí. -De Doloritas. -Sí, pero ¿cómo lo sabe? -Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy. -¿Quién? ¿Mi madre? -Sí. Ella. Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar: -Éste es su cuarto -me dijo. No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo

vi vacío. -Aquí no hay dónde acostarse -le dije.

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-No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora.

-Mi madre -dije-, mi madre ya murió. -Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido

que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?

-Hace ya siete días. -Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir

juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontrábamos alguna dificultad. Éramos muy amigas. ¿Nunca le habló de mí?

-No, nunca. -Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas

recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. Daban ganas de quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: «El hijo de Dolores debió haber sido mío». Después te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la eternidad.

Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.

-Estoy cansado -le dije. -Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa. -Iré. Iré después. El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas

plas y luego otra vez plas en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa, atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire.

-¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho? -Nada, mamá. -Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder. -Sí, mamá. «Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época

del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. "Ayúdame, Susana." Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. "Suelta más hilo."

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»El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.

»Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío.» -Te he dicho que te salgas del excusado, muchacho.

-Sí, mamá. Ya voy: «De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina.» Alzó la vista y miró a su madre en la puerta. -¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí? -Estoy pensando. -¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el excusado.

Además, debías de ocuparte en algo. ¿Por qué no vas con tu abuela a desgranar maíz? -Ya voy, mamá. Ya voy. -Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz. -Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato

que duró la tormenta te anduvimos buscando. -Estaba en el otro patio. -¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando? -No, abuela, solamente estaba viendo llover. La abuela lo miró con aquellos ojos medio grises, medio amarillos, que ella tenía y que

parecían adivinar lo que había dentro de uno. -Vete, pues, a limpiar el molino. «A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo,

estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.»

-Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto. -Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre;

pero en fin, ya no tiene remedio. -¿Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía. -Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos

que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.

-Sí, abuela. -Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y

una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas corno uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos.

-Sí, abuela. Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del

jazmín que se caía de flores. Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos.

Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte.

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Antes de salir, su madre lo detuvo: -¿Adónde vas? -Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró. -Dile que te dé un metro de tafeta negra, corno ésta. -y le dio la muestra-. Que lo

cargue en nuestra cuenta. -Muy bien, mamá. -A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás

dinero. Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso. «Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca», pensó. -¡Pedro! -le gritaron-. ¡Pedro! Pero él ya no oyó. Iba muy lejos. Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato;

luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. «Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.»

La lluvia se convertía en brisa. Oyó: «El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén». Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.

Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos... -¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo. Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra

descorrida hacia el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada.

-Me siento triste -dijo. Entonces ella se dio vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus

sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia. El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera

encogido el tiempo. -Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto? -No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo

hasta aquí, un tal Abundio. -El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada

pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme?

-Me encargó que la buscara. -No puedo menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos

acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos, porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones

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que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente.

-Este de que le hablo oía bien. -No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿Te das

cuenta? Así que no puede ser él. -Estoy de acuerdo con usted. -Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo... Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía

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